De Euzkadi a Euskadi

Artículo publicado el año 1995

Tenía trece años cuando escuché por primera vez la palabra Euzkadi. Estábamos un grupo de escolares mirando desde lo alto de la colina adonde nos solía llevar el maestro para la clase de Ciencias Naturales, cuando mi compañero de pupitre, impresionado quizás por la amplitud y belleza del valle que veíamos desde allí, suspiró de manera ostensible y declaró: Nik bizia emango nikek Euzkadiren alde. Es decir: yo daría la vida por Euzkadi. Detrás de nosotros había un bosque, y un pájaro entre verde y marrón salió de él y pasó por encima de nosotros como queriendo rubricar la afirmación. Gu ez gaituk espainolak, gu euskaldunak gaituk, añadió el compañero de clase cuando el pájaro ya había vuelto a desaparecer entre los árboles. "Nosotros no somos españoles, nosotros somos vascos".

El patetismo y la rotundidad de aquellas palabras me conmovieron profundamente, y creí estar ante uno de esos secretos que, al parecer, según me hacía sospechar lo ocurrido con los Reyes Magos o con la cuestión sexual, jalonaban el paso de la niñez, de la niñez mental, a la mayoría de edad. Temeroso de que mi compañero se diera cuenta de mi ignorancia fijé la vista en el centro de un árbol frondoso y dije: Nik ere bizia emango nikek Euzkadiren alde, "también yo daría la vida por Euzkadi". Como por arte de magia, el pajaro verde y marrón salió de aquel árbol y volvió a pasar por encima de nosotros como una exhalación.

Es una paloma, dijo el maestro. Luego explicó que había palomas de muchos colores, que no todas eran como las de los parques de la ciudad o como las domésticas que solían tener en los caseríos.

No sé si en el terreno de nuestros afectos existe algo equivalente a esa impronta que, según Lorenz, recibe un animal a las pocas horas de nacer dejándole marcado para siempre y directamente ligado con lo primero que ve moverse en su derredor, y es probable que el término, proveniente de la imprenta pero que ahora se utiliza sobre todo en zoología, no cuadre bien con el dominio de lo humano; pero, de todos modos, como hablar de huellas o primeras impresiones me parece excesivamente vago, prefiero decir que lo ocurrido aquel día me marcó profundamente, que hubo un antes y un después de la conversación con mi compañero de pupitre, que aquellas extraordinarias palabras dejaron en mí una impronta que nunca desde entonces he dejado de sentir en mi interior. Naturalmente, no fui un caso aislado, sino uno más de los muchísimos que se dieron en aquella época, principios de los sesenta, en todas las zonas del país donde la lengua vasca se mantenía fuerte y en algunas en las que no se mantenía tanto. Todos supieron de la existencia de un país oculto, y a todos les emocionó la noticia cuando, al igual que lo había hecho mi compañero de escuela, los encargados de transmitirla se mostraron tristes y soñadores: tristes al principio de la conversación, cuando se trataba de hablar de la guerra perdida y del pueblo sojuzgado por un dictador obsesionado con destruir todo lo vasco; soñadores después, cuando se explicaba el ideal, que no era otro que la liberación de Euzkadi.

No mucho más tarde, llegaron las canciones, los himnos: Euzko gudariak gara Euzkadi askatzeko, gerturik daukagu odola bere alde emateko, "somos soldados vascos para liberar Euzkadi, estamos dispuestos a derramar nuestra sangre en su defensa". Como siempre, la música ayudaba a que la impronta quedara profundamente fijada; como una herida, como un surco, como una incisión en el alma.

Poco a poco, fueron llegando más noticias sobre el país obligado a ocultarse a causa de su derrota en la guerra, y así supimos - los adolescentes vascos de los años sesenta -que también había una bandera, muy distinta por cierto de la que el maestro nos hacía izar cada mañana en la escuela; una bandera que, además, era bonita, de tres colores, roja, verde y blanca. Hau duk gure ikurrina, "ésta es nuestra bandera", nos explicó mi compañero de pupitre mostrándonos una especie de estampa. Luego preguntó: Ba al dakizue non dagoen Zuberoa?, "¿Sabéis dónde está Zuberoa?". Yo respondí: Donostia ondoan, "Cerca de San Sebastián". El me corrigió al instante: Ez, Frantzian zegok. Euzkadiren zazpigarren probintzia duk. Gure aita han egon huen gerra ondorenean "No, está en Francia. Es la séptima provincia de Euzkadi. Mi padre estuvo allí después de la guerra".

Revelación tras revelación, el misterio se iba aclarando, y nuestra convicción era cada día mayor. En un determinado momento, hicimos el descubrimiento quizás más decisivo, el de la lengua que hablábamos habitualmente, y de pronto fuimos conscientes de su rareza, de su valor; supimos también, alguien nos lo explicó, que los gobernantes de aquel momento deseaban destruirla a toda costa. Por eso estaba prohibida en la escuela o en el Ayuntamiento, por eso ponía en los libros que era un dialecto sin importancia. Un año después de que la paloma verde y marrón volara sobre nosotros, no nos cabía duda acerca de nuestra pertenencia al país oculto y protestábamos contra la situación a nuestra manera, a lo adolescente: cuando llegaba la hora de cantar el "Cara al sol" no decíamos cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, sino cara al sol con la camisa nueva que tú pringaste de mierda ayer. En cuanto al himno de Oriamendi -que también debíamos cantar de vez en cuando en la escuela-, nuestra versión decía así: Por Dios por la pata del buey, murieron nuestros padres, por Dios por la pata del buey moriremos nosotros también.

Con todo, aquella novedad que se había introducido en nuestro pequeño universo apenas tuvo repercusión en la vida de todos los días. Venía a ser como un secreto, como una de las muchas cosas que los adolescentes -en revancha por lo ocurrido durante la niñez- suelen esconder a los adultos. No alteró, por ejemplo, nuestra buena relación con los hijos de los andaluces o extremeños que habían llegado al pueblo para trabajar en la industria, ni nos hizo romper los cromos de la selección española de fútbol. En realidad, éramos demasiado inocentes. En aquella época, ningún adolescente sabía lo que era una huelga o una manifestación. Ni siquiera los que iban a los institutos de San Sebastián o Bilbao lo sabían.

Pasó algún año más, pasó otra paloma verde y marrón por encima de nuestras cabezas y, por el surco ya marcado, nuestra idea de Euzkadi fue ampliándose: a veces la asociábamos con el paisaje -con la Ama Lur, "tierra madre"-; otras, con alguna leyenda romántica al estilo de la narrada por Navarro Villoslada en Amaya o los vascos del siglo VIII; otras más, la mayoría de las veces, con el País Vasco en general, la vieja Euskal Herria. Cuanto más se nos escondía -en la televisión, en la escuela, en el mundo oficial - todo lo que nos era cercano, todo lo relacionado con la cultura de nuestro país, más creíamos en Euzkadi. Urrutiago, maitatuago, "cuanto más lejana más querida".

Sin embargo, por muy emotiva que nos resultara, por muy enamorados que estuviéramos de ella, la idea era en gran parte falsa. El país oculto que vislumbrábamos en tal o cual manifestación, y que tan de una pieza nos parecía, era más bien un país idealizado, de fantasía; un territorio que debía muchísimo a la imaginación y a la necesidad de creer en algo. Por una parte, la palabra Euzkadi sólo rimaba bien con las ideas de los vascos que habían luchado como gudaris en la guerra o habían estado a favor de su causa, es decir, con la ideología del Partido Nacionalista Vasco, y nada tenía que ver, en cambio, con los vascos de ideología falangista o requeté, también numerosos, o con los que durante la guerra combatieron en las filas socialistas o izquierdistas; por otra parte, la guerra la habían perdido todos los ciudadanos que lucharon por la República, y no sólo los vascos que defendieron Bilbao o fueron bombardeados en Guernica. En resumidas cuentas, Euzkadi no era un territorio ni una gente -como sí lo era el País Vasco, Euskal Herria-, sino el nombre que una determinada opción política, la más vasquista, daba a su utopía.

Naturalmente, nosotros no podíamos hacer lo que la paloma verde y marrón, no podíamos desdoblarnos y volar sobre nosotros mismos para saber dónde estábamos exactamente, y seguimos adelante con aquel conglomerado de ideas y sentimientos a la espalda. De vez en cuando, el azar nos presentaba un caso que no encajaba en nuestra precaria ideología, pero nosotros no reparábamos en ello. Recuerdo por ejemplo que un campesino, hablando de una de las primeras víctimas que la guerra , un conocido carlista, dijo: Banderan dena bilduta ekarri ziaten, "lo trajeron totalmente envuelto en la bandera". Nosotros pensamos que se refería a la la verde, roja y blanca.

Veíamos lo que necesitabamos ver, y no teníamos dudas. De haberlas tenido, de haber hecho preguntas y averiguaciones, enseguida nos habríamos enterado de que el autor de la música de aquel "Cara al sol" que nos hacían cantar en la escuela no era de Toledo, Murcia o Zaragoza, sino del cercano pueblo de Zegama, y que su nombre era, no González o Molina, sino Tellería. O, para mayor evidencia, alguien nos habría hablado del pintor Cabanas Erausquin, nacido en nuestro mismo pueblo, Asteasu, y podría habernos contado la verdad, es decir, que nuestro paisano había sido el pintor oficial del Régimen de Franco, y que los símbolos franquistas más conocidos, el escudo de España o el yugo y las flechas, habían salido de su mano. Pero, como digo, no hubo dudas ni averiguaciones, y nuestra idea -nuestro sentimiento-, de lo que era Euzkadi se mantuvo incólume. En realidad, dadas las circunstancias -dada nuestra edad, dada aquella primera impresión perfectamente guardada por nuestro Músculo Arcaico, dada la situación política de los años sesenta -, no había otra posibilidad.

Creo que fue el novelista Gombrowicz el que habló del ser humano como de algo que, eternamente inmaduro, únicamente adquiría su forma definitiva al estar entre o frente a los demás, de tal modo que una persona cualquiera podía ser de mil maneras diferentes dependiendo de la presión exterior de cada momento Pues bien: según todos los indicios, eso fue lo que nos ocurrió a una buena parte de los adolescentes de aquella época. Inmaduros por naturaleza, más inmaduros aún por la edad que teníamos, la presión exterior que ejercía el franquismo nos reafirmó tanto en la idea de Euzkadi como en la de una patria vasca derrotada por España durante la guerra. En otras circunstancias, habríamos matizado, quizás, nuestra idea de la historia y del país, pero allí estaba el franquismo despreciando nuestra lengua, secuestrando los libros que hablaban de nuestra cultura, arrancando incluso las lápidas en cuya superficie figuraba un lauburu, el símbolo de los cuatro brazos. En una palabra, allí estaba el odio de la dictadura dando la razón a lo que decía alguno de los panfletos de finales de los sesenta: que no todos los vascos habían luchado contra Franco, pero que Franco sí había luchado contra todos los vascos. Cuando, un par de años después de lo de la paloma verde y marrón, alguno de mis compañeros de escuela repitió aquello de que estaba dispuesto a dar la vida por la causa, la palabra Euzkadi tenía ya bastante contenido. Por decirlo brevemente, Euzkadi se estaba haciendo a la contra. De nuevo, las canciones ocuparon su lugar: Gu gera Euzkadiko gaztedi berria, Euzkadi bakarra da gure aberria, "somos la nueva juventud de Euzkadi, Euzkadi es nuestra única patria".

Pasaron algunos años, pasaron más palomas sobre nuestras cabezas, y de pronto una tarde llegaron cientos de guardias civiles y comenzaron a registrar todas las casas y a patrullar por los montes. La noticia se estendió enseguida: habían matado a un un guardia civil de tráfico, allí cerca, en Villabona, a unos cuatro kilómetros de donde vivíamos. Luego, los acontecimientos se precipitaron: los autores del atentado fueron localizados, y Txabi Etxebarrieta murió. Su compañero, Sarasketa, fue detenido. Dijeron que un teniente, enfrentándose a sus propios hombres, le había salvado la vida.

Algo después, la carretera apareció regada de ocatavillas. Pésimamente impreso, el texto decía:

"Ante tanto sensacionalismo y tanta información tendenciosa por parte del aparato informador fascista-capitalista, ETA sale al paso para dar a conocer en lo posible al pueblo la muerte de Xabier Etxebarrieta. Txabi Etxebarrieta fue asesinado en Tolosa, no cabe duda alguna. Los testigos presenciales, las quemaduras de la camisa y la autopsia efectuada así lo confirman. Los mantenedores del Orden Capitalista muestran sus métodos: TXABI ETXEBARRIETA fue sacado del coche y sin tan siquiera pedirle la documentación fue esposado, colocado junto a la pared y muerto de un tiro en el corazón, a quemarropa (...)"

Aquel año, 1968, cambió la historia política vasca. Toda nuestra ideología anterior debía su existencia a lo ocurrido antes y durante la guerra, y era sobre todo un reflejo, el último brillo de la explosión de 1936; pero el tiempo no había pasado en balde y algunos vascos menos jóvenes e inocentes que nosotros, que sabían quién era el Che, y que conocían las teorías anti-colonialistas de Franz Fanon o Lenin, ya veían la cuestión de una forma diferente. De hecho, ya habían creado una organización, una Resistencia Vasca que pronto tomaría el nombre de ETA. Aquella Resistencia, según nos fuimos enterando por los panfletos que se difundieron tras lo de Etxebarrieta, tenía miembros en la cárcel, y disponía de un medio de expresión, una revista clandestina, Zutik, en la que ya se hablaba abiertamente de la Revolución Vasca:

"La Revolución Vasca es el proceso que debe realizar el cambio radical de las estructuras políticas, socio-económicas, en Euzkadi, por medio de la aplicación de una estrategia justa. No basta una conciencia de clase, como tampoco basta una conciencia nacional, es necesaria una conciencia de clase nacional, puesto que sufrimos tanto las estructuras capitalistas como las imperialistas".

En el mismo artículo, se nombraba al PNV diciendo: "Es, hoy por hoy, un partido superado en los dos aspectos: nacional y social". La separación ya estaba hecha, y Euzkadi se convirtió muy pronto en Euskadi. La leve diferencia ortográfica señalaba el comienzo de una nueva andadura.

Pero, en el fondo ¿tanto había cambiado la situación? No lo sé, aunque tengo la impresión de que, pese a la ortografía, pese también a la agudeza y dramatismo que los problemas alcanzaron a partir de 1968, el esquema de la construcción de Euzkadi o Euskadi siguió siendo el mismo de siempre. Por un lado, una serie de personas que, habiendo entrado en la política por la vía sentimental o emotiva, estaban empeñadas en convertir el país soñado e idealizado en un país real; sueño e ideal que, además, ahora iban por doble o por triple, puesto que se trataba de construir una patria independiente y socialista por medio sobre todo de la lucha armada; por otro lado, un exterior agresivo, una dictadura fascista que, paradójicamente, por su respuesta brutal a los ataques, y por continuar con su negación de todo lo vasco, contribuía más que nadie a esa labor de construcción. Un surrealista hubiera definido la situación como el encuentro en un país pequeño de un Imposible y una Represión.

"La respuesta que el fascismo da a nuestras acciones", escribían los teóricos de la lucha armada, "suele ser brutal e indiscriminada, afectando incluso a gente completamente alejada de nuestra organización, y contribuye así a la toma de conciencia por parte de la sociedad vasca. Muchos que no se sentían comprometidos con la causa comenzaron a estarlo el día en que fueron apaleados en comisaría".

Fueron pasando los años, fueron pasando las palomas sobre nuestras cabezas, y la dialéctica entre Imposible y Represión comenzó a ser preocupante. Un día era una bomba en el monumento a Tellería, aquel autor de la música del Cara al sol; otro era una veintena de detenciones y una treintena de palizas en comisaría; otro más, una muerte, de un lado o de otro, o del que se había puesto en medio. Y junto con eso, los panfletos, las teorías, las discusiones internas, las escisiones, las huelgas, las manifestaciones. Y luego, por fin, flotando sobre todo aquello, una duda: ¿Moriría Franco aquel año? ¿Moriría al siguiente? ¿Acabaría la dictadura con la muerte del dictador? No, no moriría aquel año, y tampoco al siguiente: ¿Acaso no era hijo de un alcohólico que había durado hasta los noventa y nueve o cien años? Pues esa era la cuestión, que era hijo de longevo y que además no bebía.

Pero sí, al fin murió, y de pronto hubo partidos, Parlamento, elecciones generales, Estatuto de Autonomía, Democracia. Cabía pensar que con el cambio de situación también cambiaría la lucha por Euskadi. Pero, muy pronto, con el asesinato de Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur -el dirigente de ETA que preconizaba la conversión del grupo en partido político -, la cosa quedó clara: la lucha armada continuaría. Y cuando miles de personas apoyaron con su voto esa opción, todos supimos que el problema vasco iba para largo. Imposible y Represión continuarían condicionando nuestra vida.

A principios de los ochenta, la situación parecía peor que durante los últimos años del franquismo. Los atentados, numerosísimos, empezaron a ser indiscriminados, y aquella antigua ETA que, hacia 1970, había escrito una carta a la Guardia Civil afirmando que "comprendía su situación" y sugiriéndoles que abandonaran el Cuerpo, resultaba ahora naïf. Por su parte, Represión también endureció su postura. En el 81, o quizás en el 82, ocurrió algo terrible: un militante de ETA murió a causa del castigo inflingido en comisaría. Lo reconocí en cuanto la televisión mostró su imagen: era uno de mis compañeros de escuela. No el que había dicho nik bizia emango nikek Euzkadiren alde, sino otro que nosotros llamábamos Lasha y cuyo verdadero nombre era Jose Arregui. Antes de morir había confesado a sus compañeros: latza izan da, "ha sido terrible". Unas palabras muy difíciles de olvidar para los que le conocimos.

Ahora estamos en 1995, y ya es posible decir que existe una Euskadi real, mejor incluso de la que muchos soñaron en una época en la que el fenómeno, maravilloso, de la recuperación de la lengua era sencilla y literalmente inimaginable. Sin embargo, sigue habiendo entre nosotros personas que desechando dicha realidad -a la que, con afán despectivo, llaman Vascongadas- exigen aún lo que, según todas las evidencias, la mayoría de las personas que viven en las siete provincias vascas no desean. La exigen además con una clase de violencia nueva y con un lenguaje cada vez más metafísico, capaz de inventar lemas como ese Euskal Herria askatu, "liberad a Euskal Herria" que se ve en todas partes. Así que, como tampoco ha desaparecido la tortura o el apoyo a la guerra sucia, Imposible y Represión continúan viviendo en el pequeño país fronterizo, y ya no sabemos muy bien cuál de los dos nos da más miedo.

Escribo esto en otoño de 1995. Si me dejara arrastrar por el reflejo retórico pondría punto final diciendo que llegarán muchas palomas, palomas de todos los colores, pero que la blanca, la que tantos esperan, no llegará. Sin embargo, estoy convencido de que existen en Euskadi, y en todos los partidos, en el arco que va desde Herri Batasuna hasta el Partido Popular, políticos inteligentes y de buena voluntad capaces de proponer una salida, y con ese convencimiento cierro esta somera reflexión.

Bernardo Atxaga